Espacio acotado por una indecisión ahogada.
Recuerdo de niña jugar a las muñecas, y ahora me arrepiento porque nunca aprendí a manejar a sus maridos, ha de ser eso, lo que me mantiene siempre en esta caja de angustia, en este espacio tan inexorable de amargura, amargura tan intensa por verle pasar ignorando que existo, que hasta siento fuego cuando trago; una soledad terrible.
Escuchar en medio de los ruidos de esta puta urbe, sus pasos, es como llevar música en los auriculares de Daniel Johnston. Parece que la esperanza de vez en cuando me secuestra y hace conmigo una persona feliz, pero siempre algo paga el rescate, y siempre es lo mismo: Este estúpido banco de madera pintado de verde esperanza, desconchado y rasgado por navajas de esperanza.
Todo es un zumo de naranja cuando el pasa, levanto mi ojos por encima de los poemas de Plath, se agita mi pecho, mi respiración es como una abeja jadeante, mis ojos tienen el miedo de cruzarse con los suyos, muevo mis tobillos, y agito mis rodillas, aprieto fuerte mis piernas, mi vagina se hincha y grita, y trasforma el ardor de la angustia, en un orgasmo que él no escucha, derramo por mis piernas todas las estrellas de mi espacio sideral y al tiempo que muerdo mi labio, me agarro fuertemente a Plath, para no desmayarme y poder continuar viva.
Se aleja, baja el volumen de la música, mi vagina vuelve a ser un aburrimiento, ya no jadeo, de nuevo se paga el rescate de la esperanza y vuelvo a una vida de paseo por el parque, mientras que el músico y su clarinete se dirigen a tocar su melodía de la espuma, a la estación de metro de Tribunal.
Mañana continuaré sin expresar mi pasión con mi verbo, y deseando que invada con sus pasos desde la trocha de mi entrepierna, el corazón triste y seco, que canta a solas en un banco de madera.
Pero antes llegaré a casa, después de un día en la oficina me prepararé algo de cena, y dormiré otra vez sola.
Charlotte White.